TSH 24.08.22
Antes que nada, no hubo programa, entonces no hubo música. Pero si hubiera habido programa, habría sonado esto:
No hubo poema porque no hubo programa. Pero si hubiera habido poema, probablemente sería este:
Alejemos las tristezas de este mundo Quedémonos bebiendo cientos de jarras En la hermosa noche es bueno conversar El fulgor de la luna nos impide dormir Una vez borrachos nos acostaremos en la montaña vacía El cielo será nuestra manta y nuestra almohada la tierra. --Li Po, "Paso la noche entre amigos"
Esta semana el libro iba a ser Biografía del hambre, de Amélie Nothomb, y comenzaremos con él la siguiente semana.
No hubo programa y no hay el acostumbrado boletín porque me tomé unas vacaciones, para qué fingir. Lo suficientemente intempestivas como para no tener tiempo de preparar un programa y un boletín como si no estuviera yo en otro lugar, pero lo suficientemente vacaciones como para no poder hacer un enlace o dedicarle tiempo a urgar en el cuaderno y en los arcanos del Zodiaco, en las cartas meteorológicas y en las combinatorias de chistines y seriedades para armar el boletín.
De lo poco que he apuntado en estos días, esta escena de la infancia de Nabokov. Su padre, oficial y potentado, funcionario del gobierno y terrateniente, come con su familia en el comedor. Uno de los mayordomos entra para darle un mensaje. Un grupo de campesinos lo busca, quieren hablar con el macizo, con el mandamás:
Y de ese lado nos llegaban los corteses zumbidos de bienvenida de los campesinos en el momento en que el invisible grupo saludaba a mi invisible padre. El subsiguiente diálogo, sostenido en voz normal, no se oía, pues solíamos mantener cerradas, para evitar el calor, las ventanas al pie de las cuales se celebraba el encuentro. Presumiblemente querían que mi padre mediase en alguna disputa local, o cierto subsidio especial, o la solicitud de su permiso para cosechar alguna parte de nuestras tierras o talar algún codiciado grupo de árboles nuestros. Si, tal como solía ocurrir, el permiso era concedido inmediatamente, volvía a oírse aquel zumbido, y luego, como muestra de gratitud, el buen barin tenía que sufrir esa ordalía nacional consistente en ser balanceado y lanzado hacia arriba y atrapado con seguridad al caer por un grupo de fuertes brazos.
Lanzado por los aires, el patrón.
Desde el lugar que yo ocupaba en la mesa veía de repente, a través de una de las ventanas, un pasmoso ejemplo de levitación. Allí aparecía, durante un momento, la figura de mi padre con su traje blanco de verano ondulado por el impulso, magníficamente repanchingando en el aire, sus miembros dispuestos en una actitud curiosamente despreocupada, sus bellos e imperturbables rasgos vueltos hacia el cielo.
Sabemos cuál fue el destino de los Nabokov poco tiempo después con la llegada de la Revolución. Ya nos había advertido V.N. unas páginas antes:
El verdadero propósito de una autobiografía debería ser el de ir siguiendo estas tramas temáticas a lo largo de la propia vida.
Disculpas por la brevedad; o quizá la celebran, en cuyo caso: a sus órdenes.